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Ocho décadas después de aquellos procesos que pretendieron poner orden —o al menos nombres y apellidos— a la barbarie del siglo XX, Núremberg llega a las pantallas como un recordatorio incómodo: por mucho que nos esforcemos en archivar la Historia, la Historia insiste en desarchivarnos a nosotros. Y lo hace con la contundencia de un Russell Crowe que no interpreta: embiste. Su personaje no solo sostiene el relato, sino que parece arrastrarlo a empellones cuando el guion amenaza con acomodarse en el ‘thriller judicial’ de manual.
La película, dirigida con una sobriedad que roza lo ascético, evita el sentimentalismo y se posiciona en esa frontera incómoda donde los hechos hablan solos… siempre que uno esté dispuesto a escucharlos. Y ahí es donde Núremberg se vuelve particularmente contemporánea: porque al repasar el desfile de jerarcas nazis —tan solemnes en su caída como implacables en su ascenso— uno no puede evitar que ciertos ecos del presente atraviesen la sala como una corriente fría.
No es que el filme busque sermonear. Pero sí subraya, con la misma insistencia con la que la Historia se repite, que los mecanismos del horror nunca desaparecen, solo se refinan. Por eso la película esquiva la tentación del monumento y opta por un discurso más cortante: nada de grandilocuencia; mejor la precisión quirúrgica de un juicio que, aunque histórico, podría estar sucediendo mañana por la tarde en cualquier tribunal internacional desbordado de impunidad.
Crowe se adueña de la pantalla, sí, pero no en solitario. El reparto funciona como una orquesta mantenida a raya por un director que sabe que el verdadero protagonista es el proceso: sus tensiones, sus vacíos, sus dilemas morales y, sobre todo, sus consecuencias.
El guion entiende que en Núremberg no se juzgaban únicamente crímenes, sino la capacidad, todavía frágil, del ser humano para poner límites al poder cuando el poder decide que no los necesita.
Comparada con la versión de 1961 (la estupenda y siempre recomendable ¿Vencedores o vencidos? El juicio de Núremberg, del maestro Stanley Kramer y que, por cierto, se puede ver actualmente en Filmin) esta nueva Núremberg es más incisiva, más afilada, menos dispuesta a tranquilizar al espectador con la idea de que ‘esto ya pasó’. La película no cierra heridas; las señala. Y en tiempos en los que la memoria parece negociarse al mejor postor, ese gesto no solo resulta valioso: es urgente.
Puede que sus dos horas y media se alarguen en ciertos tramos, que alguna secuencia respire una clásica solemnidad que no aporta demasiado, pero incluso esos titubeos parecen contribuir a la atmósfera general: porque Núremberg no pretende ser un puro y mero entretenimiento, sino un recordatorio. Y los recordatorios, ya se sabe, rara vez son cómodos.
En definitiva, una película necesaria. Y no porque hable del pasado, sino porque arrastra hasta el presente la evidencia de que la amenaza no se ha ido. Quizá por eso uno sale de la sala con la incómoda sensación de que el filme debería proyectarse en ciertos despachos gubernamentales. Y más pronto que tarde.
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