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Presidenta de la Fundació Rosa Maria Vivar
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Google dice: «Las personas con discapacidad son aquellas que tienen deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, en interacción con diversas barreras, pueden obstaculizar su participación plena y efectiva en la sociedad en igualdad de condiciones con los demás».
Visto así, todos tenemos alguna discapacidad. Yo misma no tengo una, sino varias. Aguna de ellas tiene que ver con la música: mal que me pese, tengo enormes dificultades para reconocer una melodía y no sé cantar. Algo parecido me sucede con el dibujo: manejo mal el lápiz y los colores. Tengo más discapacidades, pero estas son las que detecté temprano, en unas asignaturas de la escuela infantil tituladas ‘Plástica’ y ‘Música’, donde no aprendí nada, pero que me sirvieron para identificar limitaciones que me acompañarán toda la vida.
Conozco personas con discapacidad para la aritmética, que se pierden en sumas simples. Otras tienen discapacidades más sutiles, como la falta de empatía, etc.
Esta reflexión no es nueva para mí. Me tocó hacer el ‘trámite de la discapacidad’ con ocasión de la enfermedad de Alzheimer de mi madre, para solicitar unas ayudas que nunca llegaron. Me pareció un proceso terrible y traumático. No solo por el entorno –una oficina llena de ‘discapacitados en la amabilidad’–, sino porque me dolía escribir en un frío formulario: «Rosa Maria Vivar es discapacitada», convenientemente acreditado mediante un informe adjunto todavía más duro y más frío.
Mi madre no podía caminar, no podía hablar, ni sonreír, ni entender, ni tragar, ni recordar a su marido. Pero no era discapacitada, porque una madre nunca es discapacitada. Puede ser víctima de una enfermedad neurodegenerativa como el Alzheimer o, simplemente, ser viejita. Pero su esencia permanece intacta, su dignidad también.
Enfermedades como el Alzheimer nos convierten a la sociedad entera en discapacitados, no a los enfermos. Somos discapacitados en la falta de comprensión, en la dureza de los trámites que obligan a las familias a pasar por procesos administrativos que añaden complejidad a una situación que ya de por sí causa enormes consecuencias emocionales.
Tengo una sugerencia para quien la quiera oír: el diagnóstico de Alzheimer debería conllevar la activación automática de las ayudas públicas, sin obligar a las familias a rellenar un formulario repulsivo.
Siempre me he arrepentido de aquel trámite en aquella oficina. Escribí que mi madre era discapacitada, traicionándola, y a cambio de nada.