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La visita del Papa León XIV a Turquía y Líbano es histórica en muchos sentidos. Por ejemplo, rezó el credo sin el Filioque (esto es, sin decir que el Espíritu Santo también viene de Jesús y no solo del Padre). La cosa puede aparecer anacrónica, pero no lo es, y provocó el primer gran cisma del cristianismo. Por eso, cuando León XIV rezó el credo a la manera de los cristianos de Oriente, se armó la marimorena de los exégetas y, cómo no, la recepción en las calles de Beirut, ciudad mártir dónde las haya. Pero, sobre todo, el viaje ha sido un nuevo reconocimiento del inmenso poder de la diplomacia vaticana. Sin duda una de las más poderosas del mundo (añadiríamos la noruega y quizás la brasileña). El Vaticano sabe que Turquía está ansiosa por desempeñar el papel de intermediaria porque, al que igual durante el Imperio bizantino, se sitúa entre Oriente y Occidente, a caballo entre los mundos musulmán y cristiano, a caballo también del Cáucaso y Europa. Erdogan sabe muy bien que si algo puede ayudarle a consolidar su estatus es una visita del Papa. Y el Papa sabe bien que si quiere forzar la mano para proteger a los millones de personas que, como los armenios o los kurdos, viven sometidos al yugo de Ankara, su influencia es esencial. La Unión Europea con su softpower es una mala copia de los siglos de experiencia del Vaticano. El Vaticano, cuando sabe, sabe.