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Hay debuts que se anuncian con fuegos artificiales y otros que prefieren hablar desde la herida. Golpes, la ópera prima de Rafael Cobos, pertenece sin duda a la segunda categoría. El guionista de La isla mínima, Grupo 7 y 7 vírgenes se pasa a la dirección con un filme que pisa el terreno pantanoso del cine quinqui sin la nostalgia fácil del revival, sino con la determinación de quien quiere desenterrar lo que aún supura bajo el asfalto.

La Sevilla de 1982 que retrata Cobos está hecha de polvo, de calles que parecen cargadas de silencios antiguos y de una Transición que, más que un período histórico, funciona aquí como telón emocional: lo que ya no se dice, pero pesa. Ese es el territorio donde Migueli —un Jesús Carroza de mirada seca, curtida— sale de prisión para ajustar cuentas con su pasado. Su hermano Sabino, policía gris, disciplinado hasta el tedio —Luis Tosar en registro contenido—, deberá decidir si alcanza a salvar al criminal o a lo que queda de la familia.

Cobos plantea el enfrentamiento como un espejo roto: dos hermanos que son dos versiones de un país que no ha cerrado del todo sus grietas. Hijos de un perdedor de la Guerra Civil, ambos han escogido bandos opuestos para sobrevivir, pero ninguno parece especialmente cómodo en su trinchera. Sabino se ha acoplado al sistema renunciando incluso a la memoria del padre, pero a cambio se ha convertido en un hombre que se deshace en silencio. Migueli, carismático líder de una banda, arrastra una tragedia infantil que lo mantiene atrapado en una espiral de golpes y lealtades rotas. Carroza le imprime un magnetismo frágil, como si cada decisión fuese un intento desesperado por recuperar algo que ya perdió.

En medio de ambos se abre paso Angelita, interpretada con sorprendente precisión por Teresa Garzón, que debuta en cine con una mezcla de luz y rabia. Su personaje encarna algo que el filme necesita: la posibilidad —aunque mínima— de que la vida avance. Cobos la mira como un contraplano necesario a tanta sombra: alguien que no niega la dureza de lo vivido, pero que encuentra espacio para el futuro.

La película respira atmósfera gracias también a la fotografía de Sergi Vilanova Claudín, que captura una Sevilla crepuscular, áspera, donde el polvo parece suspendido de una época que no acaba de morir. Los atracos, filmados sin espectacularidad vacía, tienen esa torpeza real que acompaña a los golpes de verdad: no hay glamour, hay necesidad.

Lo mejor de Golpes es su pulso moral: esa forma de entender que el thriller no se mide por la cantidad de disparos, sino por lo que los personajes arrastran cuando guardan la pistola. Cobos se acerca al cine quinqui desde dentro, desde el desgaste y la memoria.

Pero, como toda ópera prima, Golpes también muestra sus costuras. El guion, sólido pero previsible, a veces explica lo que la imagen ya insinuaba; algunas escenas de acción rozan la estilización y rompen el naturalismo que el filme pretende; y los temas más ambiciosos —la memoria histórica, las fracturas sociales— quedan sugeridos más que plenamente explorados. Hay ideas enormes que merecían un trazo más valiente.

Aun así, la película se sostiene por la fuerza de sus interpretaciones y por la honestidad de su mirada. Golpes no busca reinventar el género, sino reconstruirlo desde las grietas: entender qué quedó de aquellos jóvenes marginales de los 80 y qué queda de un país que sigue debatiéndose entre el recuerdo y el olvido.

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