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En España existe un problema del que apenas se habla, pero que afecta directamente a la convivencia, la seguridad y la dignidad de miles de familias: la incapacidad de muchas comunidades de propietarios para gestionarse de forma adecuada. En numerosos barrios vulnerables encontramos edificios sin mantenimiento, sin inspecciones obligatorias, etc., es decir, sin una gestion adecuada. Comunidades en las que nadie quiere asumir responsabilidades, donde la morosidad es estructural y donde los conflictos internos bloquean cualquier decisión necesaria. Y cuando una finca entra en esta espiral, es muy difícil encontrar una solución inmediata.
Por eso es imprescindible que las administraciones públicas (locales, autonómicas o estatales) aprueben la figura del administrador de fincas de oficio: un profesional designado temporalmente para poner orden allí donde la comunidad no puede hacerlo por sí misma. No se trata de intervenir por capricho en la esfera privada, sino de garantizar derechos tan básicos como la habitabilidad, la accesibilidad universal, la seguridad y el acceso a ayudas públicas que, paradójicamente, muchas de estas comunidades no pueden solicitar por falta de información y conocimientos.
La experiencia demuestra que los edificios más vulnerables suelen compartir tres grandes problemas. Primero, la falta de capacidad económica, y por lo tanto, se agrava el deterioro del inmueble. Segundo, la ausencia de liderazgo interno, porque nadie quiere ser presidente o asumir responsabilidades que conllevan conflictos constantes. Y tercero, la complejidad técnica y jurídica, que hace imposible que comunidades desinformadas aborden obras obligatorias, mejoras de eficiencia energética o trámites con la administración.
El administrador de oficio sería una solución realista y eficaz. Su función sería temporal y limitada: ordenar la contabilidad, reactivar órganos de decisión, garantizar el cumplimiento de las obligaciones legales, gestionar las posibles obras necesarias e impulsar las actuaciones urgentes. En definitiva, devolver a la comunidad la capacidad de funcionar por sí misma.
A menudo se argumenta que implantar esta figura supondría un coste para la administración. Pero lo cierto es que la inacción sale mucho más cara. Cuando un edificio se degrada, el impacto se extiende al barrio: aumenta la inseguridad, se multiplica la infravivienda y se encarecen las intervenciones públicas posteriores. Prevenir es más eficiente —y más justo— que reparar tarde y mal.
Si queremos una sociedad cohesionada, no podemos dejar que la calidad de vida de un edificio dependa únicamente de la suerte de tener vecinos organizados. Las ayudas a la rehabilitación son insuficientes si las comunidades más frágiles no tienen la estructura mínima para solicitarlas y gestionarlas. La creación del administrador de fincas de oficio no es un capricho burocrático: es una herramienta necesaria para que nadie quede atrás por falta de medios o de capacidad organizativa.
Ha llegado el momento de que las administraciones asuman esta realidad. Sin gestión, no hay convivencia; sin orden, no hay comunidad; sin apoyo, no hay igualdad.